La fugacidad del resplandor dorado

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Es muy difícil separar la vida de Yukio Mishima de su obra, pues cuando uno piensa en Mishima, es imposible olvidar la forma en que vivió o en que murió, sus palabras o su constante controversia. Sin embargo, y aunque todas sus experiencias se entreven en sus libros, lo que realmente nos interesa es lo que podemos encontrar entre las páginas de sus obras y no fuera de ellas. 


Edición catalana por la editorial Amsterdam
El pabellón de oro quizá no sea su libro más conocido, pero es uno de los más característicos. Además de los temas recurrentes que vemos en muchas otras obras del autor, también se transmite ese sentimiento de pérdida que Mishima sentía hacia su nación. ¿Se veía Mishima reflejado en Mizoguchi, el personaje principal, incapaz de conectar su mundo interior con el exterior? Incapaz de conectar el Japón ancestral con aquel Japón que se transformaba ante sus ojos. Abrumado por la belleza ancestral. Es una pregunta a la que no tenemos más respuesta que las palabras que escribió, en sus historias. 

Mizoguchi ha vivido toda su vida bajo el peso del complejo de su fealdad y de la separación que siente con los demás a causa de su tartamudez. Desde pequeño, su padre le hablaba de la belleza del Pabellón de oro y, sin haberlo visto siquiera, Mizoguchi ha vivido comparando esa belleza con la del resto. En los paisajes dorados del atardecer, estaba el Pabellón dorado. En la luz que se filtra por entre las hojas estaba el pabellón dorado. Su padre, amigo del prior del templo Rokuonji, donde se encuentra el pabellón, consigue que lo admitan como novicio. Y desde entonces empezará una relación de amor odio hacia ese templo esplendorosamente bello que ya había empezado en la mente de Mizoguchi tiempo atrás.

El enfrentamiento es el leiv motiv de esta obra, el enfrentamiento no solo entre la belleza del Pabellón de oro, a la cual Mizoguchi ama y odia a la vez, sino también el enfrentamiento entre una cultura que se escinde en dos, entre dos mundos separados marcados por la segunda guerra mundial. Es también el enfrentamiento entre el mundo interior de Mizoguchi y el exterior, dos mundos que no pueden conectar. Es a través del habla como esos dos mundos podrían unirse, pero también por culpa de un defecto en esta, que Mizoguchi no logra hacerlo. Un puente roto por su tartamudeo.

Un elemento recurrente en la literatura japonesa es la belleza efímera y es justo en el momento en que la del pabellón corre peligro de desaparecer, en el momento en que el pabellón está tan amenazado por las bombas de la guerra como lo está la propia vida de Mizoguchi, cuando ambos pasan a estar conectados. Lo efímero se plasma a la perfección en esta escena, en la belleza dorada y pasajera del pabellón y de la propia vida humana. Poco a poco, el pabellón va convirtiéndose en un símbolo de esa cultura ancestral perdida y esa pérdida alimenta aún más la obsesión que tiene Mizoguchi con el pabellón y la relación amor odio que se ha establecido y que inunda cada pedazo de su ser.

Sin embargo, esa obsesión, que durante la guerra los pone como iguales: ambos efímeros, ambos en el borde de la destrucción, al final la belleza que a él le obsesiona se impone entre él y la vida. Y en cada uno de los intentos de Mizoguchi de vivir, el pabellón le recuerda que no hay más ideal de belleza que la de él mismo.

Mishima crea con muy buen saber hacer los personajes que rodean a Mizoguchi y los llena de simbolismo. Un padre, quien crea esta obsesión por la belleza, una mujer inalcanzable, vista por sus ojos en muchas otras mujeres. Y la fealdad de Kashiwagi que se une a la propia, que lo enfrenta a la idea de la belleza ideal que le ha enseñado el Pabellón y que ha alimentado su obsesión. La pureza de Tsurukawa, que contrasta con la corrupción de los monjes del templo y del prior en concreto. Al final, la ruptura de la incoherencia entre la belleza y la corrupción provoca una liberación. Mizoguchi llega a una conclusión clara y sigue el camino que lo lleva hasta su resolución.

El pabellón de oro está cargada de símbolos que Mishima usa mucho acierto. Sabe bien lo que hace y lo hace con maestría. Se pone dentro del punto de vista de Mizoguchi para que, casi como un monólogo interior, vaya mostrando este camino en críticas veladas. Su prosa lírica y elaborada puede ser, en algunos momentos, algo enrevesada, pero de una belleza tan indescriptible como la del propio pabellón. La prosa de Mishima es delicada y elegante y lleva al lector en volandas a través de la novela, extremadamente poética y de un lirismo precioso. Además del espíritu filosófico que gobierna todo el libro nos da una visión de la actitud reflexiva del narrador.

Buen conocedor de la literatura occidental, usa algunos de sus símbolos más conocidos en su propia obra (El mundo de las ideas de Platón, el mito de Edipo, etc.) y las plasma en esta obra que simboliza la pérdida del mundo ancestral (simbolizada por la corrupción del budismo del templo o la invasión extranjera).

La traducción de Juan Marsé (Seix Barral, 2007) es quizá algo más compleja que la de Joaquim Pijoan y Ko Tazawa (Amsterdam, 2011), pero ambas valen la pena. Sin embargo, ninguna traducción puede hacerle justicia a la obra original, como suele pasar cuando se traduce una obra de un idioma tan complejo como el japonés. Muchos de los juegos de palabras que Mishima hace (como por ejemplo, el del propio nombre del personaje, Mizoguchi, que significaría boca torcida) se pierden en la traducción o son bastante incomprensibles para un lector occidental. Aún así, es un libro muy trabajado en el que cualquier persona puede disfrutar, adentrarse en la bella escritura de Mishima y en todos los simbolismos de un Japon ancestral que nos presenta. 
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