En
La fórmula preferida del profesor, la voz anónima de una asistenta es la que
lleva la narración de la historia. En ella nos relata la relación, desde sus
inicios hasta la última etapa de esta, entre un viejo profesor de matemáticas
enfermo de la memoria y la propia asistenta y su hijo. Después de un accidente
de tráfico que sufrió hace más de quince años, el profesor se quedó sin la
capacidad de crear recuerdos nuevos, teniendo una memoria a corto plazo de solo
80 minutos.
Si
tuviera que usar una palabra para describir este libro, esa sería “ternura”.
Pues es la palabra que define a la perfección la relación entre estos tres
personajes que orbitan alrededor de la misma historia. La relación entre el
profesor y Root es la más memorable, pues podemos ver la ternura de un viejo
hacia la infancia y a la vez, la responsabilidad de esta hacia la vejez. Una
relación que se retroalimenta y que se entiende sin palabras. Ese
proteccionismo que siente el profesor hacia el niño podría expandirse a una
protección hacia toda la infancia, un sentimiento bastante universal. El libro
explota a fondo estas relaciones, pues es una historia totalmente
introspectiva.
Los
personajes, por lo tanto, están muy bien caracterizados. El anonimato en el que
están contextualizados los personajes les da más fuerza aún: El profesor, sin
nombre, Root, el hijo de la asistenta y la propia asistenta, quien con su voz
nos lleva de la mano por toda la historia. Como la leyenda del lazo rojo, los
tres parecen haber sido destinados a encontrarse y a cuidarse mutuamente, pues
aunque es ella la que nos habla, son los tres los que, en su espalda, llevan el peso del libro.
Sin
embargo, y pese a que como he dicho es un libro cuyos personajes tienen todo el
peso de la trama, Ogawa usa también su bonita forma de escribir para embellecer
así las matemáticas. Las explicaciones que le da el Profesor de estas a la
asistenta parece que nos la relate también a nosotros y al final el lector, así
como la protagonista, puede ver la perfección que esconden las fórmulas
matemáticas. El libro, por lo tanto, pivota sobre este tema para mostrarnos la
ternura de la relación entre los tres personajes. Otro tema sobre el que habla
con profundidad es el béisbol, deporte muy practicado en Japón. El béisbol y
sus aplicaciones matemáticas son el idioma con el que el niño y el profesor se
conectan.
Con
el paso del tiempo y de la obra, los personajes van evolucionando, van
adaptándose unos a otros. Así, tenemos la evolución más importante en Root, el
hijo de la asistenta, que se ve unido al profesor de una manera casi mística.
El niño sin padre que encuentra una figura masculina en el frágil profesor y al
que protege casi tanto como el profesor lo protege a él. No solo a través de
las matemáticas, el único idioma que entiende el profesor y que traslada a cada
uno de los elementos cotidianos de la vida (como puede ser la talla del pie,
el día de nacimiento o los resultados del béisbol), sino también a través de
este deporte en el que ambos se refugian a su manera.
Pese a que esta obra está ambientada en un Japón contemporáneo, son muchos los elementos que parecen haberse quedado anclados en el pasado. Cuando la asistenta cruza la puerta, vuelve a un pasado en el que el mundo exterior, frenético, no tiene cabida. La tranquilidad y el silencio de la casa son tan importantes como los propios personajes de la obra y casi podemos saborearlos, tantearlos con la punta de los dedos. Esta misma separación entre dos ambientes tan distintos parece marcar la separación entre un pasado y un presente, pues el pasado, en el que vive el profesor, se ha paralizado en este mundo alternativo. La idea de portales a otros mundos no es del todo desconocida en Japón y podemos ver obras e historias mitológicas en las que este es un elemento recurrente.
Una
expresión que el profesor comenta recurrentemente y que tiene origen en una
expresión usada por muchos matemáticos es el “Libro de dios”, usado normalmente
casi irónicamente. El libro de Dios, en el que están escritas todas las
fórmulas matemáticas y donde solo hay cabida para la belleza y perfección de
estas. Este libro solo es accesible en los momentos más inspirados de la
humanidad, un atisbo momentáneo que pronto muere, así como la memoria efímera
del profesor. Este paralelismo marca, de nuevo, la importancia de las
matemáticas en la obra de Ogawa y también esa belleza perfecta y frágil que
parece difícilmente alcanzable.
Aunque
esta no es la primera obra de la autora, sí fue de las primeras que llegaron a
nuestras costas por la editorial Funambulista. La edición está muy cuidada, así
como la traducción, que logra transmitir esa pluma ágil y fresca de Ogawa,
manteniendo la sencillez de su prosa, que parece unirse, casi poéticamente, con
las fórmulas matemáticas que impregnan la historia con una cotidianidad casi
perfecta. Ogawa es el ejemplo perfecto de que “Las hijas de Hiroshima” tienen
obras tan fascinantes como sus antecesoras.
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