Amnesia a los ochenta minutos

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Yoko Ogawa pertenece a toda una generación de mujeres escritoras que, sin haber vivido la segunda guerra mundial ni las dos bombas atómicas, sin haber conocido el Japón ancestral del que hablan sus antepasadas, están igualmente influenciadas por sus palabras. Y aunque no podemos ver a Genji entre las páginas de La fórmula preferida del profesor, o tampoco los diarios de Sei Shonagon, Yoko Ogawa crea una obra igualmente rememorable con la delicadeza característica de los escritores de su país. Los elementos que se repiten en la literatura japonesa están igualmente presentes en la obra de Ogawa.

En La fórmula preferida del profesor, la voz anónima de una asistenta es la que lleva la narración de la historia. En ella nos relata la relación, desde sus inicios hasta la última etapa de esta, entre un viejo profesor de matemáticas enfermo de la memoria y la propia asistenta y su hijo. Después de un accidente de tráfico que sufrió hace más de quince años, el profesor se quedó sin la capacidad de crear recuerdos nuevos, teniendo una memoria a corto plazo de solo 80 minutos.

Si tuviera que usar una palabra para describir este libro, esa sería “ternura”. Pues es la palabra que define a la perfección la relación entre estos tres personajes que orbitan alrededor de la misma historia. La relación entre el profesor y Root es la más memorable, pues podemos ver la ternura de un viejo hacia la infancia y a la vez, la responsabilidad de esta hacia la vejez. Una relación que se retroalimenta y que se entiende sin palabras. Ese proteccionismo que siente el profesor hacia el niño podría expandirse a una protección hacia toda la infancia, un sentimiento bastante universal. El libro explota a fondo estas relaciones, pues es una historia totalmente introspectiva.

Los personajes, por lo tanto, están muy bien caracterizados. El anonimato en el que están contextualizados los personajes les da más fuerza aún: El profesor, sin nombre, Root, el hijo de la asistenta y la propia asistenta, quien con su voz nos lleva de la mano por toda la historia. Como la leyenda del lazo rojo, los tres parecen haber sido destinados a encontrarse y a cuidarse mutuamente, pues aunque es ella la que nos habla, son los tres los que, en su espalda, llevan el peso del libro.

Sin embargo, y pese a que como he dicho es un libro cuyos personajes tienen todo el peso de la trama, Ogawa usa también su bonita forma de escribir para embellecer así las matemáticas. Las explicaciones que le da el Profesor de estas a la asistenta parece que nos la relate también a nosotros y al final el lector, así como la protagonista, puede ver la perfección que esconden las fórmulas matemáticas. El libro, por lo tanto, pivota sobre este tema para mostrarnos la ternura de la relación entre los tres personajes. Otro tema sobre el que habla con profundidad es el béisbol, deporte muy practicado en Japón. El béisbol y sus aplicaciones matemáticas son el idioma con el que el niño y el profesor se conectan.


Con el paso del tiempo y de la obra, los personajes van evolucionando, van adaptándose unos a otros. Así, tenemos la evolución más importante en Root, el hijo de la asistenta, que se ve unido al profesor de una manera casi mística. El niño sin padre que encuentra una figura masculina en el frágil profesor y al que protege casi tanto como el profesor lo protege a él. No solo a través de las matemáticas, el único idioma que entiende el profesor y que traslada a cada uno de los elementos cotidianos de la vida (como puede ser la talla del pie, el día de nacimiento o los resultados del béisbol), sino también a través de este deporte en el que ambos se refugian a su manera. 

Pese a que esta obra está ambientada en un Japón contemporáneo, son muchos los elementos que parecen haberse quedado anclados en el pasado. Cuando la asistenta cruza la puerta, vuelve a un pasado en el que el mundo exterior, frenético, no tiene cabida. La tranquilidad y el silencio de la casa son tan importantes como los propios personajes de la obra y casi podemos saborearlos, tantearlos con la punta de los dedos. Esta misma separación entre dos ambientes tan distintos parece marcar la separación entre un pasado y un presente, pues el pasado, en el que vive el profesor, se ha paralizado en este mundo alternativo. La idea de portales a otros mundos no es del todo desconocida en Japón y podemos ver obras e historias mitológicas en las que este es un elemento recurrente. 


Una expresión que el profesor comenta recurrentemente y que tiene origen en una expresión usada por muchos matemáticos es el “Libro de dios”, usado normalmente casi irónicamente. El libro de Dios, en el que están escritas todas las fórmulas matemáticas y donde solo hay cabida para la belleza y perfección de estas. Este libro solo es accesible en los momentos más inspirados de la humanidad, un atisbo momentáneo que pronto muere, así como la memoria efímera del profesor. Este paralelismo marca, de nuevo, la importancia de las matemáticas en la obra de Ogawa y también esa belleza perfecta y frágil que parece difícilmente alcanzable.

Aunque esta no es la primera obra de la autora, sí fue de las primeras que llegaron a nuestras costas por la editorial Funambulista. La edición está muy cuidada, así como la traducción, que logra transmitir esa pluma ágil y fresca de Ogawa, manteniendo la sencillez de su prosa, que parece unirse, casi poéticamente, con las fórmulas matemáticas que impregnan la historia con una cotidianidad casi perfecta. Ogawa es el ejemplo perfecto de que “Las hijas de Hiroshima” tienen obras tan fascinantes como sus antecesoras.
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